POR UNA NUEVA POLÍTICA MIGRATORIA (I)


Hablar sobre asuntos que, de forma recurrente, aparecen con frecuencia en los medios de comunicación y se encuentran en el debate público, te expone a acusaciones – es tan fácil y barato desviar un debate necesario pero incómodo mediante acusaciones sin demasiado fundamento – de oportunismo o de hablar de algo sólo porque está “de moda”. Comienzo con una defensa no pedida no porque sea manifiesta la culpabilidad, sino porque parto de la extrema seguridad de que habrá quien haga esa acusación. La Subcomisión de Extranjería del Consejo General de la Abogacía lleva reuniéndose de una forma u otra desde hace más de 25 años, y la postura que voy a intentar explicar quizás ha tenido variantes en su formulación concreta, pero ha sido una constante de nuestra posición, profundamente crítica con los distintos modelos de política migratoria que han movido y mueven los gobernantes europeos y españoles. Y rechazamos toda vinculación que se hace gratuitamente entre la necesidad de una actitud más dura con la inmigración debido a los riesgos de la amenaza terrorista de esos desalmados que – con pasaporte francés o británico – atentaron contra sus propios países.
Hablar de “política migratoria” es ya una concesión cuando hablamos de lo que ha regido durante estos cuarenta y cinco últimos años. Puesto que por una determinada “política” entendemos un conjunto de actuaciones planificado, con ponderación de costes, ventajas, valores, objetivos, cumplimiento de éstos, previsión de efectos adversos y paliativos, con un seguimiento, estudios sociológicos, necesidades nuevas, gestión proporcionada mediante órdenes, instrucciones y normativas públicas, etc. Esta “política” en el sentido de planificación de actuaciones a distintos niveles, puede ser proactiva o reactiva, pero ello no cambia su naturaleza de ser una respuesta colectiva e inteligente a un fenómeno o a un problema cuya complejidad requiere amplitud de miras.

Desde ese punto de vista podemos afirmar que lo que ha dirigido las actuaciones públicas en relación a la inmigración, lo que otros han llamado pomposamente “política migratoria” en España y en el resto de Europa, merece otra calificación distinta. Mucho más adecuado es llamarlo una “no política”.

Una “no política” se produce cuando, ante un determinado fenómeno se reacciona de una forma puramente emocional, visceral, o al menos con una falta de óptica radical que no alcanza a ver en el fenómeno sino una simplicidad lejana a su realidad y que no es sino una proyección de nuestra ignorancia sobre el mismo. Desde esa ignorancia y simplificación las respuestas son improvisadas, desproporcionadas, poco o mal pensadas, sin valoraciones, sin estudio ni seguimiento de las mismas, sin ponderación de costes y objetivos, incoherentes en su muy diversa naturaleza.

Ante algo a lo que se teme, la reacción inmediata e instintiva es la evitación. Mayor y más insistente cuanto mayor es nuestro miedo.

Después de lo que Hobsbawmn y otros historiadores han llamado la “edad de oro” de la postguerra mundial, los países desarrollados se enfrentaron a una serie de crisis enlazadas, que comenzaron, con la que se inició con la reacción de la OPEP a la Guerra de los Seis Días, cortando el suministro de petróleo barato. Esa larga cadena de crisis terminó con lo que había sido un sueño de pleno empleo en la mayor parte de los países de la OCDE, y provocó una primera percepción, absolutamente errónea, pero simple (¡qué gran ventaja política es la simpleza!), que inspiró lo más profundo de las políticas de empleo – que no pueden presumir de haber sido muy exitosas –, al tratar los puestos de trabajo como si fueran una mercancía escasa más, algo sobre lo que aplicar preferencias o protecciones frente a la amenaza de los mercados extranjeros, en la más pura lógica decimonónica del proteccionismo. La supuesta lógica es aplastante: si tengo 100 melones y somos 50 personas tocamos a dos melones por persona; a más gente a repartir, menos melón para cada uno. Por tanto, tengo que evitar que haya más gente para ocupar esos puestos limitados. El punto de partida erróneo es que los puestos de trabajo no son melones preexistentes para un reparto, sino una realidad dinámica más relacionada con la necesidad de manos para plantar pepitas y conseguir multiplicar el fruto. Cuanta más gente somos no tocamos así a menos melón, sino a dobles cifras crecientes o menguantes íntimamente relacionadas.

Desde la percepción simplista, la reacción visceral hacia la posible migración de trabajadores desde otros países, a los que las sucesivas crisis castigaban con mayor dureza todavía, estaba servida: vienen a ocupar unos puestos de trabajo escasos a los que tenemos preferencia la población autóctona, ergo no queremos que vengan.

La conclusión de esa percepción, a la que se añadieron otros muchos factores que no corresponde ahora comentar -xenofobia, racismo, bajos instintos, manipulación electoralista, paranoias ante lo extraño…- superó todas las expectativas, y se produjo una respuesta exagerada y desproporcionada, alimentada en leyes absurdas que había que hacer cumplir aunque fuera de forma absurda y que como además sólo sufría una minoría de población, nadie contestaba con mucho ruido.

El esquema de miedo, exageración, visceralidad, se reprodujo en tres ejes conceptuales que han presidido durante todos estos años esa “no política” migratoria: contención, represión y discriminación. Ante personas que eran “no ciudadanos” no hubo freno democrático para aplicar una “no política” basada en la brutalidad. Y ante un fenómeno humano históricamente natural, cargado de beneficios presentes y futuros, se respondió como si se tratara de una epidemia. El esquema centrado en esos tres ejes es la base de un modelo que lleva imperando en Occidente y del que lo más llamativo es que su rotundo fracaso no haya provocado mayores revisiones o críticas. Pero ese es otro problema.

La contención es la más directa culpable de los muertos en el Mediterráneo, en el Sahara, en el tren llamado La Bestia, en Río Grande o en el Indico. Es falso hablar de “control de flujos”, cuando todas las medidas, con arreglo a las leyes que se aprueban, sólo se destinan no al control, sino al impedimento radical. Ni tan siquiera las políticas que aparecen dirigidas a la absorción de personal con mayor capacidad profesional o económica, que algunos políticos conservadores con algo de lucidez implementan entre los suyos, terminan de tener éxito, debido a que, presididas como están por la desconfianza y la obsesión securitaria, tampoco son capaces de abandonar los otros dos ejes. Por mucho que una persona sea un informático de prestigio en su país, y se le diga que es bien recibido en nuestros países, se le pondrá una serie de condiciones leoninas que contradicen claramente esa retórica de bienvenida, y se le impondrán unas medidas de discriminación, bajo una óptica preventiva de su supuesto peligro, en las que su propia dignidad se verá afectada. Obras son amores…

El resto es una obsesión por evitar, una búsqueda irracional del cero como objetivo y referencia del éxito, un ansia de totalidad que hace que pensemos en referencias ideológicas no muy halagüeñas.
El sustrato racista que existe detrás de esta política del no a todos y a todo (sobre todo si son de otro color), del cierre absoluto de fronteras, se pretende esconder torpemente después del 11 S tras un discurso de la seguridad. Vallas, concertinas, barreras, estado de excepción, ejército… Antes de esa fatídica fecha no era muy diferente, pero había menos excusas. En el fondo está el miedo al diferente, el pensamiento de que una persona que se ha ido de su casa y lugar no puede hacerlo por buenas razones, la sospecha de que ha sido rechazada por los suyos, de que viene huyendo de sus raíces por su incapacidad de adaptarse a la buena sociedad, de que le han dejado ir porque “a enemigo que huye, puente de plata …” Racionalizaciones de la xenofobia.

El que consiga superar esa brutal contención se enfrentará al tan manido discurso de la legalidad como absoluto moral, para justificar una represión fuera de toda medida, expresión no sólo de esta nefasta “no política”, sino de la frustración infantil de quienes se llenan de rabia por no haber podido tomar medidas más drásticas aun para impedir la entrada –¡ahora no dispares, que nos están grabando¡-. Su dimensión más dramática se encuentra hoy por hoy en esas expulsiones express en las que no se duda en engañar, manipular, atropellar familias, ignorar derechos, con tal de llenar de palotes la hoja de expulsiones; y en los Centros de Internamiento de Extranjeros, auténticos campos de concentración concebidos para la eliminación/expulsión de esos agentes epidémicos que son los llamados “ilegales”. Una represión guiada por la sobrevaloración de unos supuestos intereses propios y el desprecio de los intereses de personas que, al fin y al cabo, no son “uno de los nuestros”. En contra de todos los clásicos del derecho penal, la mera precaución mínima justifica sanciones radicales que suponen, no una prevención ya de por sí discutible, sino la eliminación radical del supuesto sujeto sospechoso.

Afortunadamente (apréciese el sarcasmo), disponemos de fórmulas para eliminar por alejamiento (la expulsión). En otro caso quién sabe qué otras soluciones finales se estarían planteando por algunos. La expulsión –con todos sus eufemismos y grados: retorno forzoso, denegación o extinción de permisos y/o de sus renovaciones, etc. etc.–, se convierte en la reina del sistema represivo, la Roma a la que llevan todos los caminos. El fin que justifica todos los medios.
Y quedan los que, a pesar de todo, a fuerza de valor y de esfuerzo, consiguen un día no sólo saltar todos los obstáculos de la contención, sino además sortear las trampas de la represión, y alcanzan contra pronóstico y por vías extraordinarias a regularizar su situación: los ansiados papeles. Y no lo consiguen por humanitarismo ni por razones éticas, sino por hechos consumados, porque acaban siendo demasiados para poder expulsarlos a todos.


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Pues ni siquiera entonces termina su calvario y llega el tercer eje: la discriminación como instrumento de edificación de un enorme monumento a la fatiga, al hartazgo. No olvidemos que la eliminación de la plaga es el objetivo. Si no he conseguido pararles antes de llegar, y tampoco consigo expulsarlos, intentaré agotarles en su aguante y les haré la vida imposible hasta que se harten y se vayan por sí solos. Comienza el largo periplo de burocracia, círculos viciosos, renovaciones, extinciones, impedimentos de derechos, citas previas, colas, tasas, exigencias airadas, desconfianza, sospecha, desprecio, desinformación, culpabilización de la responsabilidad de terceros, criminalización, en un complejo aparato destinado a impedir por todos los medios que un inmigrante, por muy legal que esté, se pueda considerar nunca un igual. ¡En cuántas ocasiones he visto el éxito de esa política! La gente que se sienta y dice “no puedo más, me voy”. En ese contexto nuestros próceres patrios nos hablan –sin que les tiemble la voz por aguantarse la risa tonta– de la obligación de los inmigrantes de alcanzar una “integración social”.

Y para mayor tristeza, tras todos estos años, el resultado no puede ser más amargo: no sólo no se ha conseguido el objetivo ilegítimo de parar lo imparable –la Historia no ha terminado, aunque lo vaticinaran paniaguados bienpensantes– sino que al cúmulo de sufrimiento provocado se une ahora una realidad social segmentada, una segunda generación resentida, unos “banlieus” llenos de jóvenes conscientes de ser doblemente discriminados.


Paco Solans
Del blog "Al revés y al derecho": http://alrevesyalderecho.infolibre.es/?p=4006

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